jueves, 7 de agosto de 2008

La Peste


(...) Situado frente al abismo del no ser del sentido, el amigo habla al amigo, y juntos construyen un puente sobre el abismo del no sentido. La depresión interroga la fiabilidad de este puente. La depresión no ve este puente. Lo ha perdido de vista. O, quizás, ha visto que no existe. La depresión desconfía, incluso, de la amistad, o no la reconoce. Por consiguiente, no puede percibir un sentido porque el sentido no existe más que en el espacio de lo compartido. (...) La aceleración infinita del mundo respecto de la mente es el sentimiento de estar definitivamente aislado del sentido del mundo. E inmediatemente se transforma en no recordar más aquel sentir que es el sentido. El sentido no es lo que encontramos en el mundo, sino lo que somos capaces de crear. Es lo que, circulando en la esfera de la amistad, del amor, de la solidaridad social, nos permite encontrar sentido. La depresión puede ser definida como una falta de sentido, como una carencia de la capacidad de encontrar sentido en la acción, en la comunicación, en la vida. La incapacidad de encontrar sentido es, sin embargo y ante todo, incapacidad de crear sentido. (...) Si consideramos la depresión como suspensión de la posibilidad de compartir el sentido, como el despertar en un mundo sin sentido, debemos decir que, desde un punto de vista filosófico, la depresión es, simplemente, el momento más cercano a la verdad. El depresivo no pierde, en absoluto, la capacidad de elaborar racionalmente los contenidos de su experiencia y los de su saber; es más, su visión puede alcanzar una radicalidad absoluta de la comprensión. La depresión permite ver aquello que habitualmente escondemos a nosotros mismos a través de la circulación continua de la tranquilizante narración colectiva. La depresión ve lo que el discurso público esconde. La depresión es la mejor condición para acceder al vacío, la última verdad. Al mismo tiempo, sin embargo, la depresión paraliza toda capacidad de acción, de comunicación, de intercambio. (...).

Franco Berardi (Bifo): La epidemia depresiva.

2 comentarios:

barbarroja dijo...

la verdad es a veces como un cuchillo que abre las tripas de ese "sentido" que, por supuesto, es inseparable de nuestra corporalidad. Y este fragmento es muy afilado...

La depresión, -el lado opuesto de la cual es la adicción- son, dicen, las enfermedades mentales (sociopatías) propias de nuestra época; como en otro entorno epocal fueron la histeria o la neurosis.

Sólo decir, quizá porque hace muy poco estaba dándole vueltas a lo mismo, que esta depresión puede ser una forma de la FASCINACIÓN (lacaniana).

Te has roto por dentro y ya no puedes encontrar al amigo, al amor... Sólo queda la fascinación. La fascinación por la imgen de un "yo" que al fin y al cabo tampoco tiene más consistencia que el nacer y el morir, todo lo demás son códigos, lazos y puentes de amistad deseo y odio que nos ligan a la vida.

Y, la fascinación, sólo puede atravesarse con la acción... --Aunque tampoco tenga muy claro qué es lo que hemos de hacer... Aunque si es será juntos.

un abrazo...

de alguien que acaba de romper a cabezazos uno de esos espejos de narciso,imagen de la fascinación, y... salir afuera ¡joder! qué levedad...

Anónimo dijo...

petróleo
El periódico parisino Le Petit Journal convocó en 1894 la primera carrera de automóviles de la historia, que tuvo lugar el 22 de julio de ese año en un trayecto de 126 km entre las ciudades francesas de París y Rouen.
El vencedor de la prueba -en la que participaron 102 competidores- fue el conde Jules de Dion, uno de los pioneros de la industria automovilística europea, a bordo de un De Dion Bouton equipado con un motor de vapor.
El vehículo del ganador había sido fabricado por la sociedad que De Dion mantenía desde 1882 con Georges Bouton y Armand Trépardoux.
Los demás corredores utilizaron todo tipo de motores: los había eléctricos, varios de vapor y hasta algunos de aire comprimido, pero lo que más llamó la atención fue una máquina nueva, propulsada por un émbolo movido por la explosión de los gases de la nafta, un combustible extraído del petróleo, aceite mineral que hasta entonces se usaba para iluminación.
El conductor de este último coche, cuyo nombre la historia no registró, se quedó, probablemente, sin saber que estaba inaugurando la industria más poderosa de la historia humana, capaz de suscitar guerras interminables y crisis incesantes, derribar gobiernos y construir fortunas sin precedentes.
La palabra fue tomada del latín medieval petroleum, formada por petra ‘piedra’ (en alusión al carácter mineral del producto) y oleum ‘óleo’, ‘aceite’.
Uno de los primeros registros en castellano es de Melchor Gaspar de Jovellanos, en 1778, cuando describe en sus Diarios un horno para la producción de carbón de piedra en Asturias.

Por el tubo saldrá el humo mezclado con el petróleo y pasará a un lavadero, por dentro del cual han de penetrar otros tubos de barro cocido, para irse refrescando y cuajando el petróleo, que ha de salir a caer en sus receptáculos.

En portugués se mantuvo igual, en francés fue adoptada como pétrole, en italiano como petrolio y en inglés como petroleum y oil, pero en alemán se prefirió Erdöl, literalmente ‘aceite de la tierra’.