Marcial Lafuente Estefanía fue un escritor de novelas del Oeste, género que estuvo de moda entre cierta gente hace muchos años. Debió escribir centenares o tal vez miles de novelitas cortas porque su editorial publicaba una nueva cada semana. Durante cierta enfermedad que me forzó a guardar cama, mi padre pidió prestadas unas cuantas a un vecino que las coleccionaba para que me distrajera leyendo. Tras leer diez o quince me di cuenta de que casi todas eran variaciones de un argumento básico: llega un forastero, alto, silencioso, con cierto pasado trágico, ducho con el revólver, sobre un caballo fiel, hombre pacífico pero duro. El lugar está dominado por un terrateniente y sus bravucones matones que atemorizan a la gente de bien, sheriff incluído. Nuestro hombre resuelve el tema a tiro limpio (siempre en defensa propia), libera el pueblo, se casa con la chica bonita que ha conocido y se establece en un rancho a criar hijos el resto de sus días. Me asombraba mucho que mi vecino comprase una novela nueva en el kiosko cada semana, y que las coleccionara en su biblioteca, porque casi todas eran variaciones del mismo argumento: a veces el sheriff estaba comprado en vez de asustado, a veces el pasado trágico del héroe era la cárcel en vez de ser veterano de la Confederación. Pero detalles aparte, todo era previsible y repetido de una semana para la otra.No me consta que ninguna de estas novelas se adaptara al cine, pero siempre me imaginaba al protagonista con los rasgos de John Wayne, el prototipo de actor encasillado en el papel, al cual siempre recordaremos como eterno vaquero del Oeste, hombre duro pero noble. Para mí estaba doblemente encasillado, porque además de interpretar las películas que hizo, en mi imaginación interpretaba también aquellas novelas, en las que no sólo el actor era siempre el mismo, sino que también el guión era repetido, coma más coma menos.
Ahora que han pasado los años, agradezco tanto a Estefanía como a Wayne la gran lección que me dieron. Uno interpretaba siempre el mismo personaje, el otro escribía siempre la misma historia. Como la vida misma. Gracias a ellos aprendí que todos los días de mi existencia serían casi siempre iguales, y que, por mucho que quisiera reinventarme, siempre estaría encasillado en el mismo papel. El primer día que llegué al destino definitivo que ocupo en mi trabajo y contemplé el despacho y el paisaje al otro lado de la ventana, me dije a mí mismo: "aquí voy a envejecer, viendo y haciendo cada día las mismas cosas". Y es que el guión de cada día parece escrito por Estefanía, porque siempre consiste en ligeras variaciones de un mismo argumento: madrugar, trabajar, esperar el fin de semana, las vacaciones, otra vez lunes, otra vez madrugar, trabajar, madrugar, trabajar, etc. Y así un año y otro también. Actor encasillado en un papel, y el guión siempre igual, igual, igual. Esta repetición continua del mismo papel y de la misma historia es la verdad de nuestras vidas, y es la verdad que se oculta detrás de la cara del poder: que no se fundamenta en nada que no sea la reproducción continua y siempre igual de nuestras vidas. Como diría un juez, de alguna manera somos colaboradores necesarios en este delito que el poder perpetra con nuestras vidas.
Cansado ya de estar encasillado en el papel, uno desea reinventarse a sí mismo, escribir un guión diferente, romper la baraja. Como la huelga que hicieron los guionistas de Hollywood, que paralizó los rodajes, uno desearía hacer una huelga de realidad que interrumpiese la reproducción de lo cotidiano. Sí, algún día deberemos hacer esta huelga, enviarnos sms diciendo "mañana no vayas a trabajar, ¡pásalo!". Dejar los platós vacíos y visibilizar cuáles son los fundamentos del poder: nada.